El otro día andaba viéndolo todo
mal. Es decir, estaba lúcido. No pesimista, lúcido. Una lucidez acorde con las
escuelas de pensamiento de estos lares que enseñan: hay dos clases de personas en el mundo: los que piensan que disfrutan y los que saben que
sufren...
Estando en esas pensé (como
también recomiendan), que todo puede mejorar si sencillamente uno se vuelve
agradecido, y me dije: bueno, tengo que ser agradecido, por ejemplo, de que a mi
mamá no le dio por ponerme Douglas.
Y digo esto porque si bien no
tuve una mamá tan maldadosa, si tuve de cerca durante muchos años a un muchacho
con el cual su madre no tuvo la misma decencia. Eran los años de colegio, ya
verán, y Douglas, no sólo se llamaba Douglas sino que también tenía su cuerpo
particularmente grande, dos tallas más que el resto del personal de su grado...
Si pienso en los años de colegio de la vida de Douglas me lleno de espanto de
estar en su lugar. Llamarse Douglas debía ser la muerte.
Pero Douglas finalmente no murió.
Por ahí debe andar seguro. Él no era su nombre desde luego. Y esto puede
aplicarse no sólo al nombre sino a todo lo demás relacionado con lo que se han de comer los gusanos, o las lenguas del fuego. Al
alma de Douglas, a esa que siguió moviendo su cuerpo después del colegio hacia
la vida, a ella, en últimas, le importa un pepino este “asunto Douglas”. Esa simple
denominación de gracia temporal no le tocaba (ni le toca) un pelo. Y ahí caigo en cuenta y veo que es mejor
llamarse Douglas que pensar, desde afuera, que por llamarse Douglas uno está
mal.
Gracias Douglas, por crecer de forma tan ejemplar.
Gracias Douglas, por crecer de forma tan ejemplar.
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