viernes, 17 de enero de 2014

Comunitarios somos.


Y un día, como quién viene de la nada, esa almita de Dios cae en medio de un cierto número de personas que conviven: una comunidad mínima a la que, funcione o no, le llaman familia.

Con el tiempo llega el momento en que el individuo, un joven ya impetuoso, neutraliza los efectos de su hogar (el hecho de que pueda existir algo como el reggetón lo comprueba). Y a falta de tener quien cuente la historia como es, pocos logran enterarse de cómo funciona la ecuación simple de: salida = bebe = arriendo.  Lo que trae sus propios problemas.

Sea como sea, el hecho es que no importa si se las arregló para pasar derecho por la familia, aún así el reto más básico para el ego y las primeras lecciones de solidaridad, deben ser aprendidas de algún modo.

Existe algo llamado “conflictos de acción colectiva” y se puede entender con el ejemplo de que cuando todos queremos entrar por la misma puerta lo mejor es hacer una fila, de otro modo vamos a bloquear la entrada entre empujones, y nadie, o muy pocos, van a lograr entrar.

Y así es, como en tantas ocasiones, parece que sólo escuchamos el golpe. El golpe avisa, dicen en Medellín. Parece que sólo en caso de incendio, y siempre y cuando no este en nuestro camino, vamos a valorar al vecino.

Hay tres películas (que para algo tienen que servir las películas) que pueden llevarnos a saber de qué se trata el asunto. La ruta es progresiva y va así: Con La comunidad, de Alex de la Iglesia, queda claro nuestro estado más primitivo, en el cúal el otro siempre será una amenaza, y que no venga nadie nuevo a participar, al fin y al cabo, seguro que es tan malo y egoísta como todos nosotros.

De ahí sólo podremos salir más o menos bien librados si encontramos un objetivo común, lo que puede entenderse durante un rato en Tumba a ras de tierra. Aunque al final, nuestro viejo amigo ego querido, nos traiciones otra vez, y sálvese quien pueda.

Delicatessen, nos lleva hacia el siguiente nivel, nuevamente todo puede ir aparentemente bien pero lo cierto es que caras vemos, corazones no. Y vaya que sí. No vale sólo con que el objetivo sea común, también tiene que valer la pena. 


En Delicatessen, el rumbo queda claro, la metáfora no puede ser mejor hecha: Si de verdad queremos aprender a vivir en esta inmensa comunidad en la que estamos, hay que empezar por entender que nuestros acuerdos más sonados, quedan flojos si entre todos guardamos silencio a lo que se oculta tras las paredes. Ese sótano de nuestra conciencie en el que maltratamos y comemos animales, todo tapado con la peregrina idea de que no estamos afectando a nadie, que a todos nos conviene. No sólo es mentira sino que demuestra nuestra oscura versión de lo que es vivir en comunidad, sin ir más lejos...

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