sábado, 4 de enero de 2014

Y Douglas creció.


El otro día andaba viéndolo todo mal. Es decir, estaba lúcido. No pesimista, lúcido. Una lucidez acorde con las escuelas de pensamiento de estos lares que enseñan: hay dos clases de personas en el mundo: los que piensan que disfrutan y los que saben que sufren...

Estando en esas pensé (como también recomiendan), que todo puede mejorar si sencillamente uno se vuelve agradecido, y me dije: bueno, tengo que ser agradecido, por ejemplo, de que a mi mamá no le dio por ponerme Douglas.

Y digo esto porque si bien no tuve una mamá tan maldadosa, si tuve de cerca durante muchos años a un muchacho con el cual su madre no tuvo la misma decencia. Eran los años de colegio, ya verán, y Douglas, no sólo se llamaba Douglas sino que también tenía su cuerpo particularmente grande, dos tallas más que el resto del personal de su grado... Si pienso en los años de colegio de la vida de Douglas me lleno de espanto de estar en su lugar. Llamarse Douglas debía ser la muerte.

Pero Douglas finalmente no murió. Por ahí debe andar seguro. Él no era su nombre desde luego. Y esto puede aplicarse no sólo al nombre sino a todo lo demás relacionado con lo que se han de comer los gusanos, o las lenguas del fuego. Al alma de Douglas, a esa que siguió moviendo su cuerpo después del colegio hacia la vida, a ella, en últimas, le importa un pepino este “asunto Douglas”. Esa simple denominación de gracia temporal no le tocaba (ni le toca) un pelo. Y ahí caigo en cuenta y veo que es mejor llamarse Douglas que pensar, desde afuera, que por llamarse Douglas uno está mal.

Gracias Douglas, por crecer de forma tan ejemplar.


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